Tocamos hoy
otro intento carlista de sucesión colateral. Se trata de Alfonso Carlos
Fernando José Juan Pío de Borbón y Austria-Este que conoceremos como Alfonso
Carlos I, duque de San Jaime y de Anjou y que nació en Londres el 12 de
septiembre de 1849. Fue apadrinado por sus tíos, el rey carlista Carlos VI,
conde de Montemolín, y María Teresa de Francia, esposa del rey francés en el
exilio Enrique V. Ambos era, respectivamente, hermanos de su padre y de su
madre. Para los legitimistas franceses será Carlos XII (1931–1936).
Fue el
hermano menor de Carlos VII, es decir, hijo de Juan III (conde de Montizón) y
de la conservadora y devota archiduquesa Maria Beatriz de Austria-Este, futura
carmelita. Vivió en Módena con su madre y su hermano. Se cuenta que ella quería
apartarlos de la causa carlista para que no tuvieran que sufrir las desgracias
de su abuelo Carlos V y que los llevaba a menudo al panteón carlista de Trieste
donde les explicaba sus desventuras sobre la tumba de Carlos María Isidro.
Alfonso
Carlos vivió allí hasta que las tropas de unificación italiana destronaron a
los duques de Módena y la familia fue a refugiarse a Viena. Cuando les toco la
vez a los Estados Pontificios nuestro muchacho se alistó en los Zuavos papales,
se distinguió en la defensa de la Puerta Pía y llegó a teniente. Forjó una
buena amistad con el príncipe mexicano Salvador de Iturbide que era nieto del
emperador Agustín I de México y había sido adoptado por el emperador
Maximiliano I. Y que luego sería amigo de Carlos VII.
Se casó en
1871 con su prima la princesa María de las Nieves Isabela Eulalia Carlota
Adelaida Micaela Rafaela Gabriela Gonzaga de Paula y de Asís Sofía Inés Romana
de Braganza y de Löwenstein-Werthein-Rosemberg (1852-1941) en el castillo de
Kleinheubach (Baviera). Ella era hija del depuesto rey Miguel I de Portugal y
de la reina Adelaida. Para poder contraer matrimonio era necesaria la dispensa
papal por impedimento de parentesco, que fue otorgada por Pío IX por una Bula
en la que recordaba y reconocía los servicios que el contrayente había prestado
al papado sirviendo como zuavo. Desde su matrimonio se mantendrán
permanentemente unidos, aún en los peores momentos e incluso en las acciones de
guerra. No tuvieron hijos.
El viaje de
novios se interrumpió en Malta por una comunicación de su hermano en la que le
solicitaba que se reuniera con él en Ginebra para que se sumara a los
preparativos del levantamiento carlista que tendría lugar justo un año después.
En la Tercera
Carlistada fue nombrado comandante general de Cataluña. Cruzó la frontera
francesa en diciembre de 1872 y enseguida chocó con Francisco Savalls, jefe
carlista de Gerona y el apoyo de Camps y Castells. Y es que, ante anárquicas
partidas e influyentes jefes que reinaban en tierras catalanas y valencianas,
el deseo de Alfonso Carlos de orden, rigurosidad y disciplina nunca pudo llegar
a fraguarse bien. Él quería que los voluntarios se ajustaran a una compañía de
forma fija, prohibió que se llevaran cargados los fusiles durante los momentos
innecesarios, obligaba a los oficiales a pasar continuas revistas a las tropas,
a llevar bien colocados sus galones para acreditar adecuadamente sus grados, y
exigía rigurosos comunicados de guerra e informes de cada acción. Y para
completar el cuadro, prohibió también que se cantara durante las largas marchas
por las sierras y los llanos catalanes.
Claro que
Savalls dio el primer golpe antes incluso de conocer los objetivos previstos
por Alfonso Carlos puesto que había prometido recibirlo en la Garrotxa... pero
no apareció. Las relaciones entre ambos empeoraron cuando Alfonso Carlos
comunicó su decisión de nombrar jefe del Estado Mayor del Ejército Carlista de
Cataluña al navarro Larramendi.
El orgullosos
Savalls se negó y en una dura entrevista con el príncipe en el Santuario de
Santa María de Finestres (Gerona) se impuso con insultos y amenazas. Larramendi
retornó a Navarra y el popular Savalls continuó. Después de vagar por las
comarcas del Ripollés, Osona, el Vallés y el Bages, Alfonso Carlos recibió otro
plante de Savalls cuando éste se negó a acompañarlo en su retirada ante el
avance del ejército republicano. Savalls era de la opinión de dividirse, lo que
tenía su lógica, para despistar mejor así al enemigo. Alfonso Carlos tuvo que
ceder otra vez, y se marchó indignado hacia Ripoll mientras Savalls hacía lo
propio hacia la zona de Olot, ciudad que, por cierto, conquistó.
Tras la
batalla ganada de Alpens el infante Alfonso Carlos creyó encontrar el placer
de la venganza al descubrir que en la caja de Intendencia del general liberal
Cabrinnety faltaban unos 10.000 reales tras la revisión de Savalls. Junto a
otro desplante recibido en Igualada, Alfonso Carlos tomó la decisión de
destituir al jefe catalán. Desde su cuartel general situado en Prats de
Lluçanès, el príncipe firmó la orden de destitución el 26 de septiembre de 1873
acusándolo de grave insubordinación. Savalls, entonces, se fue a Navarra para contarle
a Carlos VII su versión... ¡y coló!
Pero porque Carlos
VII sabía que Savalls era muy popular en Cataluña y, por ello, no sólo lo
perdonó y le restauró sus grados, sino que también le concedió grandes honores
y el título de marqués de Alpens, en premio a su victoria en dicho pueblo. Alfonso
Carlos, humillado, por su propio hermano y por su padre Juan que vino de
Navarra para entregarle una carta ordenando la inmediata bienvenida a Savalls,
se marchó junto a su esposa y con todo el equipaje a los Pirineos franceses del
Rosellón. La retirada-protesta duró del 8 de octubre de 1873 al 27 de abril de
1874.
¿Era malo
Carlos VII con su hermano? No. La política es la política pero, además, Savalls
tenía mucha pericia y sabía burlar a los desorganizados liberales, mientras que
Alfonso Carlos, con su bonita e inútil oficialidad, al menos sobre el campo
catalán, era un estratega desastroso.
En 1873
solicitó la unión de los ejércitos de Cataluña y del Centro. Lo que le generó
más problemas con los diversos generales carlistas que dirigían las unidades de
Aragón y el Maestrazgo. De hecho, los aragoneses, disgustados por el
encarcelamiento de su jefe Marco de Bello, ya no actuaron tan eficazmente como
hasta entonces lo habían hecho (fracasos de Teruel y Alcanyís) y don Alfonso
Carlos no tuvo más salida que quedar otra vez en ridículo delante de su hermano
Carlos VII. El general Rafael Tristany, comisionado al efecto, le volvió a
llevar una enojosa orden de apartamiento del mando. Sólo logró Alfonso Carlos
la efímera toma de Cuenca, en julio. Pero la decisión de su hermano de volver a
separar los ejércitos del Centro y Cataluña provocó su dimisión y su marcha de
España en diciembre de 1874. Se instaló en Gratz, donde su madre Dª Beatriz
había entrado en el convento de las Carmelitas Descalzas.
Alfonso
Carlos tomó a los Zuavos Pontificios como ejemplo para el diseño de un batallón
de zuavos carlistas que, durante la Tercera Guerra Carlista, lo acompañó a modo
de guardia de honor. Fue una unidad de choque que participó en la famosa
victoria de Alpens o en el asedio de Igualada. Al ser un selecto grupo dentro
del ejército de Cataluña y del Maestrazgo causaron recelos y envidias entre los
demás batallones y partidas de los jefes del carlismo catalán. Vestían, como el
mismo Alfonso Carlos, un uniforme gris azulado que se inspiraba bastante en
ciertos aires orientales. Pantalones bombachos e inflados hasta la altura de la
rodilla, polainas y faja roja apretada a la cintura. Los oficiales se
distinguían gracias a un color algo más claro, entre gris y azul claro, y por
la boina blanca, la roja estaba reservada a los generales, a Carlos VII, y a su
hermano Alfonso Carlos y a su mujer, María de las Nieves de Braganza, que
menuda era, iba armada con dos pistolas. Su divisa era también el
"DIOS-PATRIA-REY" y sus emblemas guerreros la Inmaculada Concepción y
el Sagrado Corazón de Jesús con el "detente-bala" grabado en el
pecho, cerca del corazón. La mayoría se situaba en primera fila de ataque, y
por eso muchos fallecieron valientemente. Incluso falleció en Igualada el
mismísimo instructor de Alfonso Carlos en Roma, su apreciado maestro belga De
France.
Los requetés
de la Guerra Civil Española copiaron ese símbolo heredado de sus abuelos. El
mismo don Alfonso Carlos I, en una reunión celebrada en Toulouse el 3 de junio
de 1932, prometió que si algún día llegaba a reinar, incorporaría el Sagrado
Corazón al escudo nacional español.
Pero...su
cuerpo de zuavos era demasiado elitista: en sus filas figuraban nombres como
don Alfonso de Borbón y Austria, conde de Caserta e hijo de Fernando II de Dos
Sicilias, el noble castellano Luis de Barrantes Elío, el capitán granadino
Julio Godoy, el barón austriaco Pío Lazarini entre otros
"nombrecitos".
Curiosamente,
en el exilio destacó en la organización de asociaciones contra los duelos y en
la denuncia de la masonería. Parece ser que, junto a su esposa, visitó varias
veces España, siempre de incógnito, pasando por Madrid, Valencia, Baleares,
Canarias y Andalucía. El 14 de abril de 1931, en el momento en que se proclamó
la II República, se debía encontrar en Sevilla.
Tras la
muerte de su sobrino Jaime III se convirtió en el pretendiente carlista y
legitimista. Tomó este raro nombre (uno compuesto) como homenaje a su familia y
para evitar confusiones con el rey Alfonso XIII.
Nuevamente
actuó con contundencia y reorganizó el movimiento carlista en 1932 como
Comunión Tradicionalista (fuera el "Partido Carlista"). con esto, el
carlismo diluirá sus reivindicaciones sociales y foralistas en un programa de
integrismo religioso y acercamiento a la oligarquía alfonsina. ¿Culpable? El
conde de Rodezno, apoyado por un grupo de caciques y propietarios latifundistas
navarros. Contrario a la línea pro-alfonsina se alzaría el sector integrista,
encabezado por el abogado andaluz Manuel Fal Conde, aunque éstos aceptaban el
programa confesional y totalitario. Para 1935 domina Fal Conde. Con la
influencia tradicionalista e integrista, el carlismo dejó de ser un partido
popular y de masas para convertirse en una «comunión populista», de signo
antidemocrático, confesional y ultraconservadora. En 1936 aunaría esfuerzos para el triunfo del
golpe de Julio.
Murió a los
87 años de edad, el 29 de septiembre de 1936, tras ser atropellado por un
camión militar, o de la policía vienesa. Cruzaba en ese momento la Ringstrasse,
cerca del palacio del Belvedere, cuando lo sorprendió el fatal accidente.
Algunos rumores incluso apuntaron a un asesinato premeditado. El funeral se
ofició a poco de fallecer el rey carlista, que ya era muy viejo, presidido por
su viuda doña María de las Nieves y por su sobrino político don Javier de
Borbón-Parma. Está enterrado con su esposa en la capilla del castillo de
Pucheim, cerca de Salzburgo, en Austria. El general Franco, ya generalísimo de
los Ejércitos, mandó sus pésames en un telegrama, en el que calificaba a don Alfonso
Carlos como buen español y espejo de caballeros.
Y ahora la
ironía y la venganza de la historia: A la muerte de Alfonso Carlos I, que no
quiso llamarse Alfonso para no confundirlo con el último rey de España, los
derechos sucesorios, en función de concordato de 1713 corresponderían a Alfonso
XIII (exiliado de España en Italia). Con esto se hubiera acabado la historia de
los carlistas al llegar a unificarse los derechos sucesorios en la persona del
descendiente directo de Isabel II e indirecto de Carlos María Isidro, Carlos V.
Pero como
decidieron que había traicionado los principios carlistas (evidente) instaron a
Francisco Javier de Borbón-Parma como regente para establecer un Príncipe que
aceptara los principios del legitimismo: ¡Solo que el mejor era él mismo! eso
sí, según la ley que no era válida para elegir a Alfonso XIII.
No obstante,
para los legitimistas de Francia valía como rey de Francia Alfonso XIII que
llevaría el nombre de Alfonso I de Francia y Navarra.
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